3 de julio de 2008


EL ABAD


A las piedras de los montes, El las formo con su mente eterna y sutil. De las rocas surgieron breves insectos reproduciéndose entre los escondrijos fríos y húmedos de las palabras del dios celestial. 


Todas esas cosas que el nombro se realizaron en movimientos atroces e indescriptibles. Lentas luces de estrellas girando en un firmamento azul pudieron ver con horror esos pequeños seres que salían de la tierra reptando y deslizándose por el espacio, mientras las hojas por primera vez verdes, a la palabra de Dios se alzaron a los aires silenciosos que entonces se llenaron de su leve vibrar.


Al instante, Dios extasiado, miro su obra: los cielos en los que navegaban las estrellas luminosas y el astro lunar colgado entre las chispas de luz. Las palabras que habían salido de sus mágicos labios se convirtieron en cosas y seres. Destinos entrelazados en un mundo repleto de vida y amor. 


Pero en el instante en que el creador del universo observo su obra, cayo sobre sus ojos un velo de éxtasis que lo alejo del mundo y de los pequeños seres que pululaban por los mares y la tierra. 


Reproducidos entre la humedad de las sierras, nadando en el caldo salino del océano vital, volando por los aires, llenando el silencio de Dios con sonidos entrecortados e ininteligibles aquellos seres se devoraron unos a otros con una furia salvaje e indómita. Regaron la tierra de hojas marchitas y sangre. Los muertos por la cacería se multiplicaron por millones. 


El mal nació de la distracción de Dios y como una peste invadió todas las regiones del orbe con su sed de sangre y dolor. Cuando el creador, al instante siguiente, observo su mundo destruido, abrió sus labios y con su ligero y celestial halito desvaneció su vano ensueño de artista aficionado. 


Otros universos crearía el, más bellos, donde el mal no pudiera nacer de entre las piedras al amparo de la humedad y de su fatal distracción de Dios adolescente y novicio en el arte de crear esas vastas ilusiones hechas de tiempo y piedra.


Se que de un momento a otro, los ojos del que todo lo ve volverán a su creación y entonces con una palabra todo se habrá esfumado y yo y esta vejez, que como un inmenso peso me retiene en la cama y me impide caminar por los jardines, recibir el sol en la cara y guiar a mis hermanos, dejaremos de existir y nos disolveremos como una pompa de jabón en el éter sutil de los sueños de los dioses.


Pero aun así los días se suceden con extraña lentitud aquí. Los males nos asolan. Y las bestias dominan la tierra. La habitación es luminosa al mediodía. Es entonces cuando el hermano Juan viene con su guitarra y mientras los pájaros pequeños se deslizan de rama en rama por entre los árboles del jardín el interpreta bellas canciones de tiempos que ya no son. 


Yo también, como los pájaros, salto de hoja en hoja mientras releo algún dialogo de Platón que ya conozco de memoria.Y cuando Sócrates muere entre sus amigos hablando de la inmortalidad del alma, yo siento sus pasos por entre los escalones; su mano lenta y dócil da tres toques leves a la puerta. 


Cuando entra, Juan toca una vez mas la Zarabanda que le enseño hace años. Las cuerdas vibran graves cuando el se sienta en una silla que lo ha estado esperando horas, tan solo para servirle de descanso. 


Es largo el camino. Esta siempre algo agitado cuando llega. Se saca el pañuelo y se seca el sudor de la frente mientras escucha la música en silencio. Cuando la guitarra calla, entonces nosotros, temiendo ese otro silencio que nos espera allende la vida, hablamos al unísono sobre algún terceto de Dante o alguna frase de Aristóteles. 


Es un hombre sin fe. Ya no espera volver a ver esos ojos del Divino posarse sobre nosotros como en el instante de la creación del Cosmos. Ha perdido la esperanza. Y aun así su memoria vuelve a escandir una y otra ves las mismas estrofas de la Divina Comedia o del Paraíso Perdido. 


Cuando nos conocimos éramos muy jóvenes aun. Corríamos entre los montes persiguiendo huidizas musas a las que queríamos fijar en versos endecasílabos, discutiendo acerca de los dioses y la música. Pero luego el tiempo con su constante corrosión separo nuestros caminos.


Yo, entregue mi vida a Dios y acabe en esta cama donde ahora agonizo. Los médicos no lo dicen, pero la mirada de mis hermanos y los susurros de las piedras del convento en torno a mi lo confirman. 


El dolor viene siempre con la noche como un demonio de las sombras a hostigarme. Entonces en el insomnio de la enfermedad y mientras recito largas oraciones sin principio ni fin, en el viejo latín de nuestros ancestros, creo sentir ligeros murmullos saltando entre las ramas de los árboles. 


Los seres que he querido se aparecen entre brumas y me hablan en un idioma desconocido que no acierto a comprender y se desvanecen rápidamente para volver a la noche siguiente con las mismas palabras ininteligibles. 


Algunas veces el hermano Juan viene con paños mojados y me dice que estoy ardiendo en fiebre pero cuando se va, los fantasmas de mi pasado vuelven a darme encriptados mensajes hasta que mis ojos cansados giran hacia el valles de los sueños donde, entre la bruma y la tierra, algunos rostros dislocados ruedan despacio por lomas de piedra y tierra seca, estrellándose contra escorpiones petrificados como estatuas de sal. Solo unos instantes de esta visión me son dados cada noche. 


Cuando el escorpión saliendo de su silencio de piedra abre sus fauces secas los rayos del sol se cuelan por las rendijas de la ventana, recién abierta por el hermano Juan y yo vuelvo al lento agonizar de mi cuerpo cansado.

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