20 de junio de 2012

LAS CONTINGENCIAS DEL SER



En el mito orfico Dionisios, hijo favorito de Zeus, fue asesinado por los titanes. El rayo del rey de los dioses, enfurecido, redujo por el fuego a la victima muerta y a sus asesinos. De las cenizas surgió el hombre: cuerpo bestial, legado de los titanes y alma inmortal, herencia del bello dios asesinado.

Este poderoso mito de la génesis humana se introdujo a través del platonismo en la cultura occidental y construyó la mirada, a través de la cual, se comprendió al hombre por milenios como ser escindido en dos partes, bestial y divino al mismo tiempo. 
 

En la modernidad tardía y con la muerte de los grandes relatos, el psicoanálisis interpreta al ser humano de un modo sintético en apariencia, aunque manteniendo en lo profundo de su discurso un curioso juego dialéctico, esta vez entre lenguaje y cuerpo. 


Como sujeto reflexivo, el hombre se devela a si mismo como nudo de pulsiones, deseos interdictos y mandatos sociales  (de clase y familiares) que determinan su acción en el mundo.

Esa carne que el cristianismo demoniza y mortifica en sus santos, es objeto de una mirada consciente, que alienada en una lejanía abismada, se reconoce y desconoce al mismo tiempo a sí misma en un infinito juego de espejos que hacen del cuerpo una “Cosa” a poseer.

Esta alienación opera como pérdida y se liga al fenómeno fundamental del existir: la incompletud de nosotros mismos a partir de la constitución de la conciencia con el nacimiento al mundo.

Contrario al devenir humano es como Platón nos describe a lo divino: pensado como ser circular. Figura geométrica que refiere a un ente existente por sí mismo, sin necesidad de otros seres ni otras cosas para subsistir.

Esta divinidad platónica persiste en nuestra cultura en lo que Sartre denomina “ser en sí” (en su obra maestra El ser y la nada). Seres sin tiempo envueltos en el silencio realizado de su propio cierre. Ser opuesto diametralmente a la mortalidad, porque, como bien sabemos los hombres, habitar el tiempo requiere perderse a si mismo, gradualmente, hasta dejar de existir completamente, o solo persistir en la memoria de los otros hasta el postrer olvido.  

Jacques Lacan en su segundo seminario describe un grupo de mujeres psicóticas, aquejadas del llamado “mal de Cottard”, que  las lleva a pensarse a sí mismas como carentes de boca, de aparato digestivo, de entrada o de salida. Esto es: seres circulares.

Herederas del Dios platónico las damas alucinan una carencia de boca para conjurar así las terribles inclemencias del tiempo, representadas en la destrucción y perdida propios del acto alimenticio. En el hombre devorar implica al mismo tiempo destruir el objeto nutricio para integrarlo a si mismo, identificarse con el pecho materno para devorarlo con fruición después.

Pero esta psicosis está lejos de ser casual. El ser humano al nacer se encuentra inerme y dependiente de sus padres que lo alimentan y proveen. Lejos de ser un mero circulo, el hombre nace como “ser en el mundo”, habitado por una carencia estructural que jamás lo abandonara.

La boca, como esfinge de la abertura del vacío y de la nada que envuelven al ser, se desata. El niño asimila los objetos deseados y aun más los seres queridos. Aparece el afán de posesión de lo amado y tras él un deseo de diluirse en ese objeto, de finalmente ser ese objeto anhelado y querido.

Los elementos devorados y destruidos a partir del amamantamiento, al ser integrados al cuerpo humano satisfacen la pulsión del hambre, vago resabio de los deseos caníbales interdictos. La agresividad, que se devela así, recibe su castigo a través de las heces, símbolo de la perdida de sí. Agresivo deseo de posesión y dominio convertido en precioso regalo. De la perdida periódica de partes de su cuerpo surge en el pequeño la noción vivencial de la ausencia.

Aparece a través de dos conceptos caros a nuestra epistemología occidental y que Immanuel Kant entendía como las formas de la intuición sensible a priori: el espacio, vasta distinción de lugar y el tiempo como orden del movimiento.

Entonces podemos entender, por la reflexión sucesiva de Freud y Lacan, que nacemos incompletos e inermes. Que devoramos diariamente a nuestra madre para satisfacer el hambre y reconstruir el círculo roto por el nacimiento. Que las heces operan en la psiquis profunda como metáfora de nuestro fracaso y castigo por los impulsos agresivos y esencialmente caníbales que guían la acción del pequeño ser humano.

La perdida de si se devela también en el “estadio del espejo”, encuentro del niño pequeño con su propia imagen que opera ante sí como un otro especular, completo y plano. La imagen carece de rugosidades y abismos a diferencia del sujeto real. 




En tanto une en un todo lo que para el niño no es más que un conjunto de partes, ese otro especular se convierte en el objeto de deseo narcicistico por antonomasia. El niño desea una imagen, esa imago se convierte en un "ideal de si mismo", una especie de ser perfecto e inalcanzable, que opera como meta y objetivo de toda vida humana. 

Ligado al surgimiento de este "yo ideal" esta un descubrimiento de Freud realizado al observar atentamente a un niño en un extraño juego. “Fort, Da” grita el pequeño al arrojar y recuperar un objeto preciado desde su cuna.

El niño conjura de esta manera la temida ausencia de sus seres queridos a partir de esa minúscula representación teatral. El miedo es domesticado a partir de la repetición por la cual el objeto retorna una y otra vez al sujeto. Así, el tiempo, además de ser el ámbito de la pérdida es el encuentro de lo añorado.

La Madre retorna y el juego familiariza al niño con la estructura del mundo, en tanto distinto de los demás seres que habitan su medio. La oposición presencia-ausencia organiza sus percepciones en el ámbito de las cosas a través del espacio y en el ámbito del movimiento a través del tiempo.

Con el mismo órgano que se alimenta emite las palabras, red significante en la que habitan las formas del cosmos humano. El lenguaje conjura el vacio y la pérdida del “ser para la muerte”, que es el hombre, constituyendo  lo que Heidegger denomina “la casa del ser”.

La posesión de las cosas a través de las palabras se revela  ilusoria, desde el momento que solo representa conceptos a través de sonidos, que familiarizan el caos original de sensaciones y percepciones en un todo cósmico y ordenado antropomórficamente.

La locución y la deglución, en tanto funciones de la boca solo conducen a la carencia y a la pérdida, a la necesidad y el deseo insatisfecho.

Aspiración de ser circulo, de poseerse a sí mismo sin intermediación de una conciencia reflexiva. De ser absolutamente, siempre. Ser uno e indiviso para así vencer el desgaste del tiempo y las limitaciones del espacio. Aparece así en toda su magnificencia imaginaria el Ser de Parmenides, ideal perseguido en la vida y alucinado en la psicosis.

El niño observado y retratado por Freud en Mas allá del principio del placer se pierde en una doble representación del objeto amado.

En tanto significado, la ausencia aparece con toda su carga de angustia, pero queda mitigada por el retorno del objeto amado, en la figura de la Madre. Retorno imaginado antes de verse realizado, a través del simple juego de arrojar un juguete para luego recuperarlo.

En tanto significante las palabras Fort-Da encadenan al pequeño en una red de la que jamás saldrá mientras viva. El lenguaje estructura su vínculo con las percepciones del medio a partir de una pre concepción ordenada del universo que lo rodea bajo parámetros puramente humanos.

En el juego aparece anulada al mismo tiempo la ausencia de la Madre y las nociones del tiempo y el espacio que castran sus deseos de omnipotencia.

Con la reaparición del “Da” el niño invierte el orden causal de la vida como perpetua perdida, constituyendo esta expresión verbal una revelación del primitivo carácter de las palabras como acto mágico de conjuro de un mal.

La vida se ocupara de invertir las palabras del juego. Lo perdido no retornara y cada objeto arrebatado significara una castración más que lo aleje de ese Yo especular que idealizaba en los espejos. Sin comprender en medio de su juego teatral, que cada día se alejara más de ese "Ideal del Yo" hasta que la muerte, como metáfora del silencio, cierre el camino de esta curiosa persecución de un paraíso perdido al nacer.

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